Todavía sigo sin ordenador, así que otra vez toca actualizar tarde (A mí tampoco me gusta), pero como no puedo hacer más aquí os dejo lo que toca hoy.
Lo bueno
¿Por qué tenemos ese empeño?
¿Por qué esperamos la muerte
sentados sin saber disfrutar?
Voluptuosos no son
los mejores placeres,
sino pequeños y dulces,
inciertos como la brisa del mar
o una caricia repentina.
Si en la vida lo bueno
es el presente.
Si lo malo termina,
nada dura eternamente.
Tampoco el sol domina,
por mucho que lo intente.
Y sin embargo sale
tras cada noche fría
y nos ilumina tan diferente.
Y siempre intenta
estar en lo más alto:
en sus atardeceres cae,
pero se vuelve a levantar.
Esto es vivir,
cúmulo de frialdades
devenir de crueldades,
pero felicidad al final.
Y sin duda eres feliz,
porque estás aquí,
disfrutando del aire,
gozando de ti,
de tu libertad, tu pasión,
de tus sueños y tu razón.
Las cuerdas vocales se pusieron en funcionamiento rápidamente, pues preferían retomar la huelga más tarde a morir por la cabezonería:
—No corras tanto, por favor. Me estoy mareando —pronuncié débilmente, y agradecí a las cuerdas vocales su instinto de supervivencia.
Pero Hugo no reaccionó al instante, y antes de que terminara mi súplica, volvió a preguntar, casi gritando de desesperación:
—¿Y quién es el padre?
Las dos lágrimas que habían brotado de los ojos guiaron a un gran ejército que se encaminó hacia la barbilla, precipitándose al vacío y estrellándose contra la camisa blanca.
—¡Tú! —pronuncié, en un grado mucho más agudo del tono natural de mi voz.
Por un momento deseé que existiera un Predictor para padres capaz de disipar las dudas y enfrentarles a la proporcional madurez y responsabilidad que una chica de tan sólo dieciséis años, como yo, habría de cargar encima. Pero en este momento hasta las herramientas científicas más infalibles del planeta se volvían inciertas e imposibles.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! —gritaba constantemente, y el rugido del motor parecía luchar contra su razón.— ¡Tengo dieciocho años!
—¡Y yo dieciséis! —grité desconsolada, aún sin comprender el por qué de estas declaraciones. Ambos conocíamos de sobra nuestra edad.— ¡Frena, por favor! —le supliqué de nuevo. Mi estómago comenzaba a revolverse y sentía unas profundas náuseas.
Todo sucedió demasiado rápido.
En segundos, el coche salió de la carretera, dio tres vueltas de campana y quedó, finalmente, apoyado del lado izquierdo al final del barranco.
No podía moverme, pero mis manos continuaban aferradas al asiento del copiloto. El cinturón de seguridad me aprisionaba con fuerza el pecho, aunque era consciente de que caería hacia mi novio si me lo desabrochaba.