Las galletas de fresa nunca le gustaron. Daba igual.
Ella se las comía sin tomar apenas aliento. ¿Cómo estás? Alguien preguntaba. Ella asentía.
No paraba de comer. Se entretenía formando una masa empalagosa en su estómago. Casi tan empalagosa como las palabras que se agarraban a su garganta. Qué asco.
Fusilaba optimismo a bocados.
Aquella tarde caían de las nubes las lágrimas que ella jamás podría liberar.
Se acercaba más gente a su alrededor. Cálmate, Iria, cálmate. Aún no has muerto.
La mujer sentada a su lado abrió mucho los ojos. Se llevó la mano a la boca, ahogando su sorpresa.
Iria ¿qué haces comiendo? ¡Hace dos horas me dijiste que no tenías hambre!
Silencio.
¿Quién te ha traído las galletas?
Silencio.
¿No te apetece una sopa? Si a ti la fresa no te gusta…
Silencio.
Un trueno. Grito desgarrado de las nubes.
Le gustaba pensar, entre galleta y galleta, que todo lo que la rodeaba tenía más vida que ella misma.
Porque moría lentamente reciclando sueños incumplidos.

Por Aurora

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