Aquí viene mi primera actualización desde Noruega, y sinceramente, no muy bien. Resulta que me he olvidado la poesía de Tomás y el relato de Sara en mi casa, pero por lo menos quería mantener la esencia del día literario, por eso he decidido poneros el relato de "La Máscara de la Muerte Roja", uno de mis relatos favoritos de Edgar Allan Poe.

Espero que os guste, yo por mi parte estoy disfrutando mucho aquí (Hoy hasta he comido carne de alce, aunque me he enterado de lo que era después), nos vemos mañana.



La Máscara de la Muerte Roja


La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una
peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su
sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un
vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las
manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la
peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso
y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero
era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó
a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro
encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del
príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla
eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados
martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de
ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La
abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los
cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara
por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido
todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y
músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de
adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de
su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe
Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita
magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que
antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie
imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones
forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta
adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la
galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor
del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal
irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o
treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A
derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica
daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las
ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la
decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental
tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda
estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran
púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta
había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la
sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de
colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en
pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara
el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran
escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos
de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete
estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas
con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a
cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos
rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban
brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores
tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el
fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las
sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una
coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos
eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la
pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se
balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había
completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su
énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían
obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y
las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en
aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los
tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y
los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se
entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban
del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí,
como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja
que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante.
Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el
reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la
meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía
gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y
sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y
ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían
haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era
necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El
príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las
siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de
los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el
brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de
arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes,
como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de
un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en
todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la
extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez
tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo
queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están
helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas
han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos
en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al
pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas
en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y
una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es
la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la
sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne
que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las
otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde
afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su
torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj
anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las
evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en
todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas,
y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las
meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la
fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del
carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes
tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta
entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un
susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que
expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que
una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno
de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba
e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En
el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción.
Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente
un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes
parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no
revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la
cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía
de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más
detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto,
aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz.
Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte
Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el
rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del
príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un
movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre
los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de
terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de
rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo
rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria?
¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al
alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se
hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y
claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y
robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de
pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas
hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso,
quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con
paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de
enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano
para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y,
mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las
paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que
desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de
la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de
allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas
entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su
momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin
que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en
mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura,
que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de
terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo
grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el
príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la
desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al
apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la
sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no
contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la
Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los
convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la
desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la
del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y
las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

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